POR EMILIO J. CÁRDENAS
Barack Obama, presidente electo de los EE.UU., inaugura una nueva era en la política de su país. Deberá enfrentar, además, desafíos que pondrán a prueba su capacidad de liderazgo y de gestión.
Después de una larguísima campaña electoral que empezó, en rigor, hace ya 22 meses con el primer debate que enfrentó a Barack Obama con Hillary Clinton en la primaria del Partido Demócrata, el senador demócrata es no sólo el primer hombre de color que ocupará la Casa Blanca, sino un presidente electo que no tendrá siquiera minutos para poder dormir sobre sus laureles.
Así como Abraham Lincoln comenzó su gestión presidencial cuando los norteamericanos iban, barranca abajo, en dirección a la Guerra Civil; o como cuando Franklin Delano Roosevelt se instalara en Washington en plena Gran Depresión, Obama deberá enfrentar, aunque sin pérdida alguna de tiempo, una crisis global, iniciada en su propio país. Es cierto que el maravilloso proceso electoral norteamericano es una verdadera máquina de medir capacidades de liderazgo.
En esto Obama -todo a lo largo de la contienda- aventajó a su rival republicano, John McCain. Claramente. Obama tuvo también carisma, esto es la capacidad personal de inspirar en otros fascinación y lealtad. Ese carisma probablemente no solo se originó en el individuo, sino también en la situación. Porque tuvo que ver con dejar atrás las barreras raciales y escuchar a un hombre con un discurso unificador, por oposición a disgregador.
En efecto, Obama convocó a todos los norteamericanos, sin banderías, a trabajar juntos para rehacer no solo su propio país, sino para recomponer también su relación con el resto del mundo severamente dañada por el unilateralismo arrogante de la política exterior de George W. Bush. Qué distinto de aquellos que para conservar o solidificar su poder no vacilan en lastimar el plexo social. En enfrentar. En dividir. En enemistar a unos contra otros sembrando odios y resentimientos desde el poder o aferrándose a un pasado que son incapaces de superar, por falta de grandeza.
Los mensajes de Obama son claros y sus actitudes magnéticas. No obstante, una cosa es el carisma y otra -distinta- el liderazgo. Que Obama posee carisma está bien claro; que tiene capacidad de liderazgo aún debe probarlo. Que ambas cosas son distintas hay pocas dudas. Por ejemplo, Winston Churchill tuvo carisma en 1939, pero solo después de ello demostró su capacidad de liderazgo, calmando las ansiedades británicas después de la caída de Francia en manos de los nazis. Pese a todo, en 1945 Churchill fue dejado de lado por el electorado británico.
A pesar de su carisma y más allá de un liderazgo entonces debilitado. En el caso de Obama, la palabra carisma tiene sin duda que ver con el candidato, pero también con el humor de un país lleno de ansiedad y frustración, y con su deseo comprensible de cambio. Frente a la crisis económica, Obama, a los 47 años, ya endosó las políticas anticíclicas de su predecesor, en una actitud que lo engrandece. Parece tener la serenidad -y la confianza- que se requieren para actuar bajo presiones enormes, que deberá enfrentar sin duda.
A partir del próximo 20 de enero, cuando asuma, veremos si Obama es capaz de mostrar rápidamente su capacidad de acción. Aparentemente su equipo de transición estará conformado por John Podestá, que trabajara con Bill Clinton, Valerie Jarrett y Pete Rose. Excelente. A estar a lo difundido por los medios, daría a conocer los principales nombres de su Gabinete a fines de esta semana.
A diferencia de Roosevelt, que se mantuvo prescindente entre su elección, en 1932, y su asunción de la presidencia, Obama difícilmente podrá darse el mismo lujo. No se puede ciertamente esperar dos meses para definir el rumbo. Hay que actuar de inmediato. Los trascendidos sugieren que impulsará la obra pública, aumentará la ayuda al desempleo, y asegurará el acceso a la alimentación de aquellos que menos tienen. Más allá de su propia capacidad de acción, Obama deberá respetar a George W. Bush hasta el 20 de enero. Y este último no es un hombre carente de opiniones.
Lo ya sucedido entre ambos alimenta -sin embargo- el optimismo en el sentido de que podrán trabajar en conjunto más allá de las químicas personales. La era de George W. Bush, que comenzara hace más de una década, en 1995, está terminando. Al caer el telón, los dos más grandes pasivos que componen su legado tienen que ver con la conducción de la actividad económica y el manejo de las relaciones exteriores.
El fracaso en el primer capítulo está a la vista. Los problemas en el segundo se conocen ya desde hace años y son consecuencia directa de su desafortunada decisión de invadir unilateralmente a Irak, de espaldas a la comunidad internacional. Para Obama, que ya ha hecho historia, se abre ahora el período en que, enfrentando las dificultades, deberá probar su real valía.
Sus principales obstáculos son cómo resolver las dos guerras que libra su país en Afganistán e Irak; cómo proteger a su pueblo del desafío real del terrorismo islámico; y cómo poner en orden una economía en estado caótico y depresivo. Obama tiene obviamente a su favor la enorme y genuina simpatía interna y externa que su elección ha generado.
A ello puede agregar el hecho de contar con un Poder Legislativo que está absolutamente controlado por el propio Partido Demócrata, lo que ayudará a actuar con eficacia, pero no es lo ideal para quienes pensamos que una de las más grandes virtudes de la democracia es la de garantizar -institucionalmente- la existencia de límites y equilibrios, particularmente a través del rol moderador que cabe a la oposición. Los Estados Unidos necesitan redefinir los rumbos y -créase o no- renovar su autoestima. En estas complejas tareas Obama deberá concentrar sus esfuerzos desde el vamos. ©
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